- ¡Despierta! ¡Despierta! – me decía alguien mientras me
pellizcaba el dedo gordo del pie.
Abrí los ojos en un dormitorio que me era ajeno y había una
mujer al lado de la cama.
- ¿Quién demonios eres? – dije, bastante asustada.
Soy Amelia, la dueña del piso. Imagino que Mariano te trajo
para pasar la noche. Yo quería hablar contigo.
- ¿Y no podías esperar a que me despertara? ¿Has usado una
llave para entrar, en vez de llamar? ¿Pero a ti que te pasa? – dije mientras
buscaba mi ropa por la habitación.
Cruzamos las miradas y me di cuenta de que, ambas, estábamos
desconcertadas.
- Si te sirve de algo, vivo aquí –dijo ella.
La miré con un gran gesto de incredulidad.
- Por favor, deja que me vista y espérame fuera. ¿Podrás
hacerlo?
- Claro – asintió.
Cuando salió de la habitación, esperé a que el ritmo
cardiaco me volviera a la normalidad. Me
metí en el cuarto de baño y me di una ducha, que duró un minuto, sólo porque
necesitaba sentir el agua fría sobre mi cabeza. Me puse la ropa que llevaba la
noche anterior – evidentemente, no tenía otra - y al salir del baño, no divisé
ningún resto de Mariano. Cogí mi bolso para irme. Me sentía muy humillada. Al pasar
por la cocina, Amelia tenía preparadas
dos tazas de café. Ella estaba sentada en una de las sillas, esperándome. Realmente,
la cocina era bonita, en color amarillo claro y los muebles estampados. Olía a limpio.
- Pero… ¿y tu quién eres? – volví a repetir - ¿Dónde está
Mariano?
Soy la dueña del piso – me dijo – y la ex de Mariano. No es
frecuente que lo haga, pero alguna vez,
me encuentro a alguien como tú, durmiendo en la habitación de invitados. Aprovecha
las noches que me toca trabajar. Mariano se ha ido, nunca se queda después de
tener sexo con alguien y no creo que vuelvas a tener noticias de él, cuando yo
le vea ya le diré lo que le tengo que decir.
No pude contener un gesto de recelo ¿Qué hacía esa mujer ofreciéndome
un café y hablando conmigo en la cocina de su casa? ¿Por qué no me había echado
ya con cajas destempladas?
-Yo no tengo nada con
Mariano, simplemente nos calentamos. Bebimos demasiado. No sabía nada de esto.
- Tanto mejor – dijo – Le conozco más de lo que gustaría. Es
un hijo de puta.
Me dio un poco de escalofrío estar allí, con aquella
desconocida mirándome a los ojos. Pensé en uno de esos casos en que la loca de
turno mata a alguien y luego aparece en los titulares del periódico.
- Eres bonita – dijo apartándome el pelo de la cara –
Me quedé sin aliento. Las manos comenzaron a temblarme. Ella
las cogió y las acarició, tranquilizándome.
- No tengas miedo –
me dijo – y me besó.
Después de la reticencia inicial, comencé a entrar en el juego. Ella era dulce como la
miel. Mis labios comenzaron a abrirse y
recibieron a los suyos. Fue un beso largo y profundo, pero no pasamos de
ahí. Me fui enseguida. Ya había tenido una noche lo suficiente loca como para
continuar con el despropósito por la mañana. Amelia lo entendió perfectamente. Ambas
sabíamos que nunca más volveríamos a vernos. Nunca han
vuelto a besarme de aquella manera.
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